lunes, 17 de junio de 2013

Asu mare, qué largo el comercial de Brahma!

"Asu Mare" el exitoso unipersonal del muy talentoso Carlos Alcántara ha sido llevado a la pantalla grande gracias a la astucia empresarial de Ricardo Maldonado (el director contratado por PromPerú para el video promocional de "Perú Nebraska") y, sobretodo de la multinacional Ambev, que utiliza a Alcántara desde hace varios años como imagen de Brahma, su producto estrella.

La fiebre de éxito del que forma parte "Asu mare" (en lo sucesivo, evitaré referirme al producto como "película" o "cine" ya que es muy exagerado) no se correlaciona de ninguna manera con su calidad cinematográfica. Veamos por qué.

Lejos de haber querido construir una historia, los guionistas se limitaron a mantener el discurso del unipersonal casi intacto, salvo algunas modificaciones para crear un producto, al menos, distinto. El protagonista narra, utilizando el mismo monólogo de su espectáculo, gran parte de sus diálogos y los de su madre, anulando pues, la actuación de los dos personajes más importantes. Por lo menos casi una tercera parte del producto son escenas del unipersonal, ¡casi una tercera parte!

                                                                ¡Asu mare! ¿Me vendes una chela o una pela?


En las escenas que intentan, de alguna manera, construir una película, la intromisión de Ambev es descarada y vergonzosa. "Cachín" -el nombre comercial de Alcántara para su última campaña publicitaria-, los amigos en la playa -poco original mensaje de Brahma-, las chicas en bikini y, en general, la propuesta visual de las fiestas clasemedieras y los "patas del barrio" hacen de "Asu Mare" el más largo comercial de la popular cerveza.

Salvo la genialidad de Carlos Alcántara y la convincente actuación de Ana Cecilia Natteri en el papel de Chabela (en contraste con la desabrida Gisela Ponce de León en el mismo personaje años más joven) todo es mediocre: las actuaciones, en su mayoría forzadas o previsibles, un guión con diálogos de una simplicidad propia, claro está, de un comercial y demasiadas imprecisiones históricas (no, no es un documental, pero, ¿qué hacen los mamarrachos arquitectónicos de la última década o automóviles modernos en una playa al final de los ochentas?).

Si me atrevo a llamarla "película", sería solo hacia el final, cuando se muestra el trance de Cachín por las drogas y lo que finalmente lo salva, el arte del clown. Peroestos momentos son arruinados por el exceso de cursilería y el redundante mensaje del "Sí se puede", que más parece responder a un discurso oficial del crecimiento y el "Perú Avanza" que a la satisfacción de una verdadera necesidad cinematográfica.

¡Asu mare, tres millones de espectadores! Si la industria peruana quiere ganar millones ya sabe qué rumbo tomar. Y también qué costos asumir.

lunes, 3 de junio de 2013

Neoexpresionismo, cine y literatura: "La escafandra y la mariposa" (Julian Schnabel, 2006)




Julian Schnabel (EE.UU. 1951) es uno de los más reconocidos artistas del neoexpresionismo. Como pintor neoexpresionista recupera la figuración, subjetividad y los temas románticos propios del primer expresionismo –como respuesta a las radicales abstracciones y minimalismos de los sesenta-, mediante técnicas transgresoras de la bidimensionalidad del lienzo (influenciado por Antoni Tàpies), utilizando el dripping y el splashing de Jackson Pollock y con un acercamiento al primitivismo, inspirado en Pablo Picasso. Su sello personal viene por el tema tratado: el interior de la psique humana, cuyas imágenes fluyen entre lo desconcertante y lo infantil, a menudo tomadas de la iconografía cristiana, la mitología clásica, la cultura popular, y especialmente, el cine.




Schnabel incursionó en el séptimo arte con el poco convincente biopic “Basquiat” (1996), que fue seguido por una obra mejor aunque incompleta: “Antes que anochezca” (2000). Tras varios años de silencio cinematográfico, el norteamericano sorprendió a la crítica en 2006 con “La escafandra y la mariposa”, película inspirada en las memorias de Jean-Dominique Bauby, editor en jefe de la revista Elle. En 1995, víctima del síndrome de encarcelamiento luego de un accidente cerebrovascular, Bauby despierta de un coma después de tres semanas para descubrir que su cuerpo está totalmente paralizado, y solo puede mover su ojo izquierdo. Tras una fuerte depresión inicial, Jean-Do comienza a adaptarse a su nueva vida, mientras busca una forma de liberarse de la prisión que es su propio cuerpo.



La historia es narrada con maestría por Schnabel, quien mantiene en el filme el espíritu del libro -aunque con importantes variaciones argumentales-, creando para ello un lenguaje visual y estético ad-hoc, que construye el filme a partir del punto de quiebre en la vida del protagonista: antes y después de descubrir la mariposa que lo librará de su escafandra. Son tres los elementos de dicho lenguaje: una cuidadosa dirección, con mínimos movimientos de cámara precisos, durante los primeros minutos subjetiva, enclaustrada en las cuatro paredes de la pequeña habitación del hospital y que luego adquiere una gran fluidez con movimientos ágiles en tomas en exteriores, y la fotografía, inicialmente trabajada en la frialdad del verde pálido, muta hacia la mitad del filme, permitiendo el ingreso de la luz, y haciendo que cada plano, cada escena, cada encuadre formen un exuberante collage -al que se le suma un ecléctico soundtrack: The Velvet Underground, U2, Nino Rotta, Tom Waitts, Joe Strummer y The Beatles- de experiencias y emociones que, irónicamente, son el producto de la memoria, la imaginación y la poca vida real que le queda a Bauby.




"La escafandra y la mariposa” es un filme doblemente posmoderno. La deconstrucción de la secuencia temporal, la presentación de acciones simultáneas y la mezcla de distintos formatos audiovisuales le otorgan la posmodernidad cinematográfica. En tanto que el uso del fuera de foco, la imponencia de los símbolos religiosos, el homenaje a la historia del cine y la figura de la mujer revelan la reinvención cinematográfica del lenguaje pictórico de Schnabel, que en esta ocasión acaba siendo un homenaje a grandes del cine: Woody Allen, François Truffaut, Eduardo de Filippo y Christian Marquand.

Como en sus trabajos anteriores el motor de la trama es la inspiración artística, aunque en este caso, profundiza en el interior de la psique humana. A través de las reflexiones del propio Bauby, Schnabel embarca al espectador en un insondable viaje que explora los límites de la naturaleza humana y la respuesta del hombre frente al dolor, la monotonía, el fracaso y la cercanía a la muerte. A pesar de ello, Schnabel evita caer en el melodrama o el patetismo fatalista y, antes bien, el filme se convierte en una mariposa para el espectador, como la que encontró Jean-Do. En efecto, la escena final supone el origen del filme –el libro- y se muestra como la redención del propio Bauby, cuyo acierto final supo corregir la “serie de experiencias fallidas” que alguna vez consideró fue su vida.






miércoles, 15 de mayo de 2013

Yo no pude, Javier

Cincuenta años desde su muerte y aunque insuficientes, se hacen cada vez más numerosos los homenajes al poeta guerrillero Javier Heraud (1942-1963). Había leído algo sobre él en mi texto escolar de literatura peruana. Hablé de él con mi padre y me comentó que lo conoció, de joven, cuando era profesor en su colegio, la GUE Ricardo Palma de Surquillo, allá por finales de los cincuenta.

Yo no puedo analizar su obra ni explicar su actividad guerrillera, solo puedo admirarla. Admirar que a Heraud solo le tomó 21 años volverse inmortal, admirar la valentía que a muchos jóvenes hoy día nos falta para contribuir a nuestro país desde las letras y la acción política. Aunque la admiración esté revestida de vergüenza.

Yo no pude, Javier. Aunque yo sí me ría de la muerte y ame estar rodeado de pájaros y árboles, a veces el terror me paraliza y la vulnerabilidad me destruye.


Fuente: http://www.google.com.pe/url?sa=i&source=images&cd=&cad=rja&docid=2H-XjhCDZM06vM&tbnid=WPmo-PitlHyd0M:&ved=0CAgQjRwwAA&url=http%3A%2F%2Fwww.caretas.com.pe%2F1998%2F1519%2Fculturales%2Fculturales.htm&ei=irGTUZucK5ei4AOX3ICwCg&psig=AFQjCNFqG3pAFNdbxNLNOeKGKsVZewIIsw&ust=1368720138787121

domingo, 12 de mayo de 2013

Somos gordos, seámoslo siempre (II)

NO. Admito que, al igual que la mayoría de mis compatriotas, no conocía a Martín Caparrós. El argentino debe estar convirtiéndose en las próximas horas en el caserito de los memes y el ciberbullying de la Patriotísima Vanguardia Gastronómica del Perú luego de que en una entrevista a un  medio local afirmara que el gran mérito de la comida peruana es haberse convertido en referente local siendo tan simple[1].

Aunque sería interesante debatir cuál es el verdadero nivel de “simplicidad” de la comida peruana -cuestión que Caparrós deja pendiendo en la entrevista- lo cierto es que si alguna vez no alabas con mayúsculas un ceviche, corres el riesgo de ser considerado un traidor a la patria, en esta nueva era de afiebrados defensores del lomo saltado y la papa a la huancaína.
 
Pero si la cocina peruana, con sus variantes y todo, ha estado presente tantos años en nuestros hogares, ¿por qué recién hoy se le valora sobremanera? Indudablemente el boom gastronómico no es otra cosa que el boom económico de la gastronomía, que en pocos años ha permitido la proliferación de restaurantes y cadenas de imagen o comida peruana, oportunidades de negocio millonarias a las que solo acceden algunos. Pero esto de ninguna manera representa la revalorización de nuestra identidad y cultura simbolizadas en el acto de comer. De hecho, el boom gastronómico no ha permitido mejorar tangiblemente la calidad de los alimentos que utilizamos: hoy tenemos pollos con hormonas y semillas transgénicas de Monsanto. Por el siete por ciento de crecimiento, todo vale.

Tampoco la industria de la cocina ha mejorado considerablemente. En los restaurantes, sobretodo en los de clase alta, sigue habiendo exclusión, discriminación, malas condiciones laborales, informalidad y condiciones salubres muy cuestionables. ¿El Estado se atreverá a combatir estos males? Antes bien, le conviene que un buen circo distraiga a los comensales que comen las colas de rata de sus platos.

Sin lugar a dudas, lo que más indigna de este mentado boom es que lejos de ser un elemento unificador de la sociedad, la ha polarizado y politizado. Hoy por hoy, quien cuestiona algo relacionado a la gastronomía es un traidor a la patria (recuérdese el lamentable acoso que recibió uno de nuestros mejores escritores, Ivan Thays, al reconocer las ineludibles consecuencias de empujarse un buen seco con frejoles). Un peruano se indigna si no celebra su pollo a la brasa, mas no por el miserable sueldo que percibe quien produce las papas, por los vergonzosos índices de desnutrición infantil que en algunas zonas del país están al nivel de África, por la invasión de semillas transgénicas que nos dejó Alan García o que se arrasen hectáreas aptas para el cultivo para destinarlas a la minería o los hidrocarburos. Amargas ironías que el boom económico de la gastronomía sabe muy bien ocultar [2].
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Somos gordos, seámoslo siempre


He leído con suma sorpresa la columna de Luis Felipe Zegarra en Diario.16[1], en la que critica ferozmente la Ley de Alimentación Saludable para Niños y Adolescentes, que, entre otros fines, busca regular la publicidad de las empresas de comida rápida. Su crítica, al igual que la de la gran mayoría de lo que se opone a esta iniciativa legislativa, se apoderó del discurso de la irrestricta libertad de las personas, de su derecho ultrasupremo a elegir y del negativo rol que tendría el Estado como regulador, al interferir en las decisiones de consumo de las familias.



Nada más alejado de la realidad. En primer lugar, la ley no arrebataría derechos a ninguna persona ni empresa particular, ni mucho menos pretende decidir sobre los aspectos básicos de la nutrición, educación y salud que los padres eligen para sus hijos. Lo único que se busca es regular la publicidad que sobre la comida chatarra existe, para evitar así la publicidad engañosa, emitir mensajes más claros a sus potenciales consumidores y alertar sobre los riesgos que el consumo de este tipo de alimentos genera. Este aspecto es fundamental, a sabiendas de que gran parte de los consumidores de comida chatarra son niños, fácilmente influenciables por imágenes difusas o personajes conocidos. ¿O les parece buenísimo que conocidos rostros de televisión fomenten el consumo de pollo frito sin alertar sobre las sustancias cancerígenas que contienen las papas que lo acompañan?[2]

Este tipo de regulación no es novedosa, no es invasiva, ni mucho menos es propia de un Estado totalitario; antes bien, es una práctica común en otras industrias, como la del alcohol o el tabaco. ¿Alguien se atreve a decir que la Nueva Ley Antitabaco, que restringe de fumar en hospitales, colegios, universidades y espacios públicos cerrados es un atentado contra las libertades fundamentales de la persona? ¿Acaso no promueven las compañías cerveceras, bajo su concepto de “responsabilidad social”, que sus propios consumidores cumplan con las regulaciones que el Estado les impone?

El fundamento económico de la regulación está en las imperfecciones que tiene el mercado. En este caso, el consumo de alcohol o cigarrillos –al igual que el de comida rápida- conlleva graves perjuicios a la salud que son conocidos perfectamente por el productor, mas no por el consumidor, quien conoce menos el producto que consume y, en caso desee obtener la información esta le resulta costosa (el costo de investigar, educarse, buscar fuentes confiables). Frente a este caso de información asimétrica, el Estado interviene exigiendo al productor que haga pública la información de que dispone para que el consumidor realice una elección más informada. Hoy nadie cuestiona las restricciones en la publicidad del alcohol o el tabaco porque conocemos muy bien los efectos secundarios de estas drogas sociales, luego de que estudios médicos independientes destruyeran los falsos mitos impuestos por la publicidad engañosa de las grandes corporaciones de estas industrias.

Existe, adicionalmente, un fundamento más fuerte: los comportamientos adictivos debilitan la salud de los individuos, haciendo que ellos, sus familiares o el Estado realicen un mayor gasto en salud que, aunque provechoso para el mercado de la salud, disminuye el bienestar de la sociedad. Regular la publicidad de bienes que pueden acabar siendo males, busca reducir los efectos colaterales de estos. Recuérdese que el Estado debe promover la libertad de sus individuos, pero también el bienestar de la sociedad, y de ninguna manera puede supeditar este a la libertad de los mercados, que es la libertad de las grandes corporaciones para engañar a sus consumidores. Que quede bien claro.

Adelante. Ahora que lo sabe, consuma comida chatarra. Somos gordos, seámoslo siempre.