miércoles, 15 de mayo de 2013

Yo no pude, Javier

Cincuenta años desde su muerte y aunque insuficientes, se hacen cada vez más numerosos los homenajes al poeta guerrillero Javier Heraud (1942-1963). Había leído algo sobre él en mi texto escolar de literatura peruana. Hablé de él con mi padre y me comentó que lo conoció, de joven, cuando era profesor en su colegio, la GUE Ricardo Palma de Surquillo, allá por finales de los cincuenta.

Yo no puedo analizar su obra ni explicar su actividad guerrillera, solo puedo admirarla. Admirar que a Heraud solo le tomó 21 años volverse inmortal, admirar la valentía que a muchos jóvenes hoy día nos falta para contribuir a nuestro país desde las letras y la acción política. Aunque la admiración esté revestida de vergüenza.

Yo no pude, Javier. Aunque yo sí me ría de la muerte y ame estar rodeado de pájaros y árboles, a veces el terror me paraliza y la vulnerabilidad me destruye.


Fuente: http://www.google.com.pe/url?sa=i&source=images&cd=&cad=rja&docid=2H-XjhCDZM06vM&tbnid=WPmo-PitlHyd0M:&ved=0CAgQjRwwAA&url=http%3A%2F%2Fwww.caretas.com.pe%2F1998%2F1519%2Fculturales%2Fculturales.htm&ei=irGTUZucK5ei4AOX3ICwCg&psig=AFQjCNFqG3pAFNdbxNLNOeKGKsVZewIIsw&ust=1368720138787121

domingo, 12 de mayo de 2013

Somos gordos, seámoslo siempre (II)

NO. Admito que, al igual que la mayoría de mis compatriotas, no conocía a Martín Caparrós. El argentino debe estar convirtiéndose en las próximas horas en el caserito de los memes y el ciberbullying de la Patriotísima Vanguardia Gastronómica del Perú luego de que en una entrevista a un  medio local afirmara que el gran mérito de la comida peruana es haberse convertido en referente local siendo tan simple[1].

Aunque sería interesante debatir cuál es el verdadero nivel de “simplicidad” de la comida peruana -cuestión que Caparrós deja pendiendo en la entrevista- lo cierto es que si alguna vez no alabas con mayúsculas un ceviche, corres el riesgo de ser considerado un traidor a la patria, en esta nueva era de afiebrados defensores del lomo saltado y la papa a la huancaína.
 
Pero si la cocina peruana, con sus variantes y todo, ha estado presente tantos años en nuestros hogares, ¿por qué recién hoy se le valora sobremanera? Indudablemente el boom gastronómico no es otra cosa que el boom económico de la gastronomía, que en pocos años ha permitido la proliferación de restaurantes y cadenas de imagen o comida peruana, oportunidades de negocio millonarias a las que solo acceden algunos. Pero esto de ninguna manera representa la revalorización de nuestra identidad y cultura simbolizadas en el acto de comer. De hecho, el boom gastronómico no ha permitido mejorar tangiblemente la calidad de los alimentos que utilizamos: hoy tenemos pollos con hormonas y semillas transgénicas de Monsanto. Por el siete por ciento de crecimiento, todo vale.

Tampoco la industria de la cocina ha mejorado considerablemente. En los restaurantes, sobretodo en los de clase alta, sigue habiendo exclusión, discriminación, malas condiciones laborales, informalidad y condiciones salubres muy cuestionables. ¿El Estado se atreverá a combatir estos males? Antes bien, le conviene que un buen circo distraiga a los comensales que comen las colas de rata de sus platos.

Sin lugar a dudas, lo que más indigna de este mentado boom es que lejos de ser un elemento unificador de la sociedad, la ha polarizado y politizado. Hoy por hoy, quien cuestiona algo relacionado a la gastronomía es un traidor a la patria (recuérdese el lamentable acoso que recibió uno de nuestros mejores escritores, Ivan Thays, al reconocer las ineludibles consecuencias de empujarse un buen seco con frejoles). Un peruano se indigna si no celebra su pollo a la brasa, mas no por el miserable sueldo que percibe quien produce las papas, por los vergonzosos índices de desnutrición infantil que en algunas zonas del país están al nivel de África, por la invasión de semillas transgénicas que nos dejó Alan García o que se arrasen hectáreas aptas para el cultivo para destinarlas a la minería o los hidrocarburos. Amargas ironías que el boom económico de la gastronomía sabe muy bien ocultar [2].
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Somos gordos, seámoslo siempre


He leído con suma sorpresa la columna de Luis Felipe Zegarra en Diario.16[1], en la que critica ferozmente la Ley de Alimentación Saludable para Niños y Adolescentes, que, entre otros fines, busca regular la publicidad de las empresas de comida rápida. Su crítica, al igual que la de la gran mayoría de lo que se opone a esta iniciativa legislativa, se apoderó del discurso de la irrestricta libertad de las personas, de su derecho ultrasupremo a elegir y del negativo rol que tendría el Estado como regulador, al interferir en las decisiones de consumo de las familias.



Nada más alejado de la realidad. En primer lugar, la ley no arrebataría derechos a ninguna persona ni empresa particular, ni mucho menos pretende decidir sobre los aspectos básicos de la nutrición, educación y salud que los padres eligen para sus hijos. Lo único que se busca es regular la publicidad que sobre la comida chatarra existe, para evitar así la publicidad engañosa, emitir mensajes más claros a sus potenciales consumidores y alertar sobre los riesgos que el consumo de este tipo de alimentos genera. Este aspecto es fundamental, a sabiendas de que gran parte de los consumidores de comida chatarra son niños, fácilmente influenciables por imágenes difusas o personajes conocidos. ¿O les parece buenísimo que conocidos rostros de televisión fomenten el consumo de pollo frito sin alertar sobre las sustancias cancerígenas que contienen las papas que lo acompañan?[2]

Este tipo de regulación no es novedosa, no es invasiva, ni mucho menos es propia de un Estado totalitario; antes bien, es una práctica común en otras industrias, como la del alcohol o el tabaco. ¿Alguien se atreve a decir que la Nueva Ley Antitabaco, que restringe de fumar en hospitales, colegios, universidades y espacios públicos cerrados es un atentado contra las libertades fundamentales de la persona? ¿Acaso no promueven las compañías cerveceras, bajo su concepto de “responsabilidad social”, que sus propios consumidores cumplan con las regulaciones que el Estado les impone?

El fundamento económico de la regulación está en las imperfecciones que tiene el mercado. En este caso, el consumo de alcohol o cigarrillos –al igual que el de comida rápida- conlleva graves perjuicios a la salud que son conocidos perfectamente por el productor, mas no por el consumidor, quien conoce menos el producto que consume y, en caso desee obtener la información esta le resulta costosa (el costo de investigar, educarse, buscar fuentes confiables). Frente a este caso de información asimétrica, el Estado interviene exigiendo al productor que haga pública la información de que dispone para que el consumidor realice una elección más informada. Hoy nadie cuestiona las restricciones en la publicidad del alcohol o el tabaco porque conocemos muy bien los efectos secundarios de estas drogas sociales, luego de que estudios médicos independientes destruyeran los falsos mitos impuestos por la publicidad engañosa de las grandes corporaciones de estas industrias.

Existe, adicionalmente, un fundamento más fuerte: los comportamientos adictivos debilitan la salud de los individuos, haciendo que ellos, sus familiares o el Estado realicen un mayor gasto en salud que, aunque provechoso para el mercado de la salud, disminuye el bienestar de la sociedad. Regular la publicidad de bienes que pueden acabar siendo males, busca reducir los efectos colaterales de estos. Recuérdese que el Estado debe promover la libertad de sus individuos, pero también el bienestar de la sociedad, y de ninguna manera puede supeditar este a la libertad de los mercados, que es la libertad de las grandes corporaciones para engañar a sus consumidores. Que quede bien claro.

Adelante. Ahora que lo sabe, consuma comida chatarra. Somos gordos, seámoslo siempre.